Paseaba un día por la plaza de un pequeño pueblo cerca de Chillán haciendo hora mientras esperaba juntarse con una persona por asuntos de trabajo, cuando se le acercó un hombre mayor, con quien inició una conversación, que después del tema del calor y la magnificencia de los árboles derivó en asuntos más trascendentales. Se sentaron en un banco y el desconocido se paseó por distintos temas, siempre con un tema central. Esta es la transcripción de lo que ese hombre le dijo:
“La religión católica, un engendro resultante como hija de la religión judía, es una construcción que ha causado mucho mal en occidente. No analizaré la historia de fechorías, matanzas, robos, conquistas, abusos sexuales, violaciones de derechos básicos de las gentes, atropellos a los derechos humanos y un sinfín de delitos con los que han tapizado su oscuro pasado, y ennegrecido el espejo en el que se reflejan hoy día, sino que iré a analizar un asunto conceptual básico en las creencias arraigadas y que defienden con la espada, o la ley, o ambas, las dos sanguinarias.
“La primera es que han sometido al hombre a una orfandad perversa con el asunto que fue expulsado del paraíso al comer del fruto del árbol del bien y del mal, que muchos lo interpretan como la actividad sexual de un hombre con una mujer, y que constituyó el motivo suficiente para el destierro de tan angelical lugar. La ramplona explicación para algo tan trascendental en la vida del hombre sobre la Tierra como es la ley de la polaridad en que es atrapado desde su concepción hasta su muerte física ha dado lugar a creencias limitantes que han apartado al hombre del goce de la vida en este hermoso planeta, un paraíso en todo su esplendor, y que lo convierten en uno sin conexión con él, lo que hace que no le tenga cariño, que lo deprede, que no tenga unión con el resto de los seres vivos, que lo explote y destruya, llegando a los límites que a los que estamos llegando hoy. La ley de la polaridad, inexorable, es la que nos rige en este planeta, porque no podemos cuando estamos en él apreciar el todo, sino que debemos explicarnos la realidad dividiendo ese todo en pares de opuestos, para así poder definirla. Eso es sencillamente lo que vivió el hombre al principio de todo, salió del Todo y entró en una necesidad de conocerlo, y para ello tuvo que entrar en la polaridad.
“La expulsión del paraíso significó además el castigo de no permitir en el hombre el goce, el disfrute. Como huérfano debió crecer en la rabia, en el dolor, viviendo una vida de sacrificio, sin alegrías, sin risas. Nada de conexión con la naturaleza, sino enemigo de ella, tratando de dominarla, de vencerla. La orfandad esta ha traído nefastas consecuencias a los occidentales y al planeta. Vean ustedes a los pueblos originarios, aquellos que consideran a la naturaleza como su fuente primera, que tienen un respeto reverencial por la Tierra, la Pachamama, por la ÑukeMapu, o como la quieran llamar. Este respeto ha sido siempre su sostén, y se consideran ellos parte de la naturaleza, no que la naturaleza les pertenece, porque la naturaleza es su paraíso, que les brinda todo lo que necesitan, y que les permite vivir vidas llenas de alegría y agradecimiento. Respetando.
“Otro aspecto que a los que hemos crecido en la cultura occidental con sus religiones judeo-cristianas es el tema del pecado y la culpa. El pecado que proviene del pecado original, sí ese de cuando nos expulsaron del paraíso, siempre asociado al sexo y a su manifestación, que el ser humano es concebido en pecado. Sí, en pecado. De ahí nace que el sexo es inmundo, animal. Y luego, la culpa, asociada a toda manifestación sexual, y más allá, asociada a todas las acciones humanas, que no se pueden redimir, sino solamente mantener para recibir el castigo. La mala costumbre de castigar el cuerpo con los famosos silicios que se incrustan en la carne para emular el sufrimiento de Jesús en la cruz, como forma de expiar el “pecado” solamente conduce a un daño emocional irreparable de promover el castigo como sanación, privando a las personas de vivir y aceptar la vida. Y aparece entonces la figura de un Dios salvador, el único que tiene el poder de redimirnos, de salvarnos en este camino de sufrimiento, quitándonos así todo el poder personal, separándonos de la verdadera divinidad, la filiación, en que somos parte de ese Dios.
“Y ahora, que ya hemos vivido la vida, llegamos a la muerte. Aquello que se evita, que se esconde y no se habla. La religión nos habla del juicio final, en que seremos juzgados para decidir nuestro destino ya sea a vivir en la gloria eterna o a rescaldarnos en el fuego hasta el final de los tiempos. Esta mentira del juicio, de que hay uno de barba blanca y larga con un manojo de llaves al cuidado de las puertas, que nos abrirá uno u otra según hayamos actuado, según cuánto pesen nuestros pecados, nuestras faltas, no nos permite vivir la vida a plenitud. La farsa que se ha inventado de la absolución de los pecados por el simple expediente de contárselos a un cura que impone una multa consistente en rezos variados, o en prender velas a algún santo, no hacen más que profundizar la desconexión con nuestro ser interno, con ese Dios que llevamos dentro, que es solamente amor, y que no lleva ninguna anotación, porque siempre ventilan que hay pecados que no tienen perdón de aquel Dios. Por lo tanto, llegan a la muerte con una mochila de pecados que han de ser expiados allá abajo, en el llamado infierno. ¡Cuántas personas demoran en el proceso de muerte natural acicateados por ese temor a enfrentarse al de barba!, ¡cuánto sufrimiento adicional soportan esos creyentes!
“No, la muerte no existe. Es solamente un paso de un nivel a otro. Se deja el cuerpo para ir lejos de él, sin que importe ya. Fue el ropaje de la vida, el que le llevó por los distintos caminos que había que recorrer. Al morir, somos recibidos en aquel lugar donde todo es amor, todo es goce y alegría, donde no hay juicios, y se reparan las emociones y restañan las heridas. Al morir somos recibidos con amor, mimados, acogidos. Aceptados en plenitud.
“Cuánto más felices seríamos sin los inventos de la religión. ¿No es cierto?
“Si anda por aquí la próxima semana podremos conversar más de estos asuntos. Que disfrute la tarde.”
Se paró, le estiró la mano, estrechó la suya y le regaló una ancha sonrisa. Luego se dio media vuelta y caminó hasta doblar la esquina de la casa colorada, y se perdió por esa calle. Nunca lo volvió a ver, aunque regresó religiosamente, mire usted la ironía, todas las semanas durante dos meses. Aún medita lo que le dijo.