Uno de los bandidos vituperó a Jesús diciendo: «Si eres el Hijo de Dios, ¿por qué no te salvas a ti mismo y nos salvas a nosotros?» Pero cuando terminó de reprochar así a Jesús, el otro ladrón, que muchas veces había oído las enseñanzas del Maestro, dijo: « ¿Acaso no temes ni siquiera a Dios? ¿No ves que sufrimos con justicia por nuestras acciones, pero este hombre sufre injustamente? Mejor sería que buscásemos el perdón de nuestros pecados y la salvación de nuestra alma». Cuando Jesús oyó al ladrón hablar así, volvió la cara hacia él y sonrió con aprobación. Al ver el malhechor el rostro de Jesús vuelto hacia él, se llenó de valor, ventiló la pobre llamita de fe, y dijo: «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Entonces Jesús dijo: «De cierto, de cierto hoy te digo que tú algún día estarás conmigo en el Paraíso».
Asistimos en el último tiempo a un aumento en la delincuencia en una magnitud tal que pareciera no tener freno ni límites. Esta delincuencia no solamente es la que proviene de los delitos de connotación social evidente como son los robos, atracos, hurtos y rapiña general a casas, parcelas, comercios y departamentos habitacionales, sino también aquella de cuello y corbata, la que trafica con intereses desmesurados, con acciones mal habidas, con la explotación de los empleados, con la vida o la salud de las personas, la evasión de impuestos, o del engaño al vender, o aquella nueva, que atraviesa todo el espectro social, la que procede de los beneficios del tráfico y venta de drogas. La lista es larga, y cada uno conoce formas y métodos de cómo se saca beneficios en forma deshonesta, por ser de fácil acceso como conocimiento.
Esta vez, el análisis que quiero hacer es en términos de equilibrio energético.
Vivimos en un mundo regido por la ley de causa y efecto, vale decir, lo que sembramos es lo que cosechamos o bien, lo que estamos recibiendo de vuelta es el equilibrio de lo que alguna vez hicimos. No existe la inocencia en este mundo, no importando ni la edad, la condición social, económica u otra cualquiera, porque nadie llega impoluto a este mundo de aprendizaje y equilibrio. Esa es una clave para poder entender el fenómeno de la delincuencia.
Cuando se es víctima de la delincuencia se está equilibrando algo anterior, aunque no lo podamos comprender. Pero así funciona. Y ello es porque alguna vez fuimos victimarios, y ahora solamente se está viendo la otra cara de la moneda.
Sin embargo, como el equilibrio es inexorable, este puede producirse por diferentes vías, y una de las más comunes es mediante la expresión en el cuerpo físico por medio de alguna dolencia, como puede ser un accidente o una enfermedad. Por ello, cuando somos “víctimas” de la delincuencia lo mejor es agradecer que la “fuga energética” se produjo por lo material y no en el cuerpo, que además siempre va acompañada de “fuga material” en forma de dinero, el necesario para costear los tratamientos médicos.
Siempre explico que para que Jesús terminara sus días en la forma que terminó se necesitó de Judas Iscariote, quien representó su papel a la perfección. De lo contrario no podría haberse escrito la historia como se escribió. Por lo tanto, para que seamos “víctimas” de la delincuencia debe existir un “victimario”, es decir un delincuente, que es nada más que el mero agente del equilibrio.
Por eso, la delincuencia no se terminará con más leyes ni con más represión policíaca ni tampoco con más acciones de inteligencia, porque se tapa un forado y aparecen dos más al instante. Y ello es nada más porque el equilibrio se logra rápido. Si alguien saquea al medioambiente, por ejemplo, depredando la tierra y contaminando, crea deuda al igual que todos los que ayudaron, y esa deuda se debe equilibrar. Habrá entonces alguno disponible a hacer el trabajo de equilibrio si no se hace en el cuerpo.
«Bajé luego por la otra corriente de su corazón, y en mi camino topé con un hombre al que habían atacado y robado su oro, y no obstante sonreía. Más allá vi al ladrón que le robó, y su rostro estaba cubierto de lágrimas. »
Este párrafo, extraído del libro “Jesús, el hijo del hombre” de Khalil Gibrán, en el capítulo “José de Arimatea, diez años después”, nos presenta a las claras lo que he tratado de explicar. El uno feliz por haber logrado pagar las deudas, y sonriente, y el otro llorando por la deuda que acaba de establecer, que algún día deberá ser saldada.
Que Dios nos bendiga a todos, víctimas y victimarios de hoy, del pasado, o del mañana.