La lista de regalos es interminable. Las personas no pueden caminar y chocan entre sí y con sus paquetes. Parece que siempre falta alguien por regalar. La culpa aparece a cada rato, ya sea pensando en que será de poco valor lo que se regala o bien se olvida alguien en la numerosa lista. Las billeteras se aprietan, las tarjetas de crédito brillan de tanto uso, las líneas de crédito se hacen cada vez más delgadas, hasta casi ni notarse. Es la Navidad en esta sociedad occidental. La celebración de un acontecimiento que cambió el mundo.
¿Cuándo aprendimos que había que regalar a todos los que conocemos? ¿Será que se nos ha grabado a fuego como un sagrado valor aquello de “dar hasta que duela”, sin medir consecuencias ni recursos? ¿Será que nos dejamos llevar entonces por la manoseada y manipulada misericordia, que se convierte en culpa? ¿En qué competencia estamos inmersos, y con quién?
A Jesús, el que ha dado origen a esta fiesta, cuentan los que cuentan, nadie le dio regalos el día de su nacimiento, sino que días después aparecieron los Reyes Magos con oro, mirra e incienso, como presentes para el niño: el oro para demostrar su realeza; el incienso para expresar su divinidad; la mirra para reconocer su humanidad.
¿Por qué sacamos de contexto entonces esta fiesta? ¿Cuándo fue que nos perdimos?
¿Es que acaso debemos demostrar nuestro amor con bienes materiales?
Pienso que es mejor un abrazo en silencio, una mirada compasiva, una sonrisa amorosa, una palabra de aliento y con las manos vacías, que manos con bienes fabricados en algún galpón maloliente de algún remoto y exótico país por manos de niños esclavos, que no conocen palabras de afecto ni mirada profunda y suave. Niños que no conocen el significado primigenio de esta, nuestra fiesta; niños que durante su niñez no tienen ninguna fiesta.
¿Es que no podemos enseñar a nuestros hijos e hijas el valor de una reunión íntima y familiar, en que se expresen los mejores sentimientos, en que las palabras llenas de amor, comprensión, cuidado y alegría reemplacen los innumerables paquetes bajo el árbol de pascua?
A la Natividad la hemos reducido a solamente un tercio de lo que quisieron representar los Reyes Magos de Oriente, y peor aún, lo hemos además tergiversado: nos preocupamos del oro –lo material- para regalar, reconociendo solamente la realeza material, en vez de darle mirra, para reconocer su humanidad. Y tampoco hay espiritualidad en la fiesta, salvo aquella que viene por la vertiente de la culpabilidad de sentir que se debe dar a aquellos que no tienen suficiente “oro” para saciar sus “necesidades”, como sabiendo lo que los destinatarios necesitan en su paso por la tierra. No hay incienso en estos días.
Nuestra era, adicta al entretenimiento fácil, a las respuestas rápidas e irreflexivas, a las soluciones con la velocidad del rayo –el tiempo es oro- no deja espacio para la espiritualidad, especialmente en esta fecha, reduciéndose ella al sentimiento de culpa por aquel desposeído que “no será feliz porque en su casa no habrá regalos”, y al que hay que socorrer de alguna forma. ¿Qué culpas queremos lavar en este mar de misericordia?
Mejor sería gastar menos y sonreír más. Y abrazar más. Y dar alguna muestra de afecto. Y dar más de aquellos detalles que no tienen precio.
Mejor sería gastar menos. Así nos ahorramos la forma de no ser auténticos y podemos ser nosotros mismos, regalándonos al prójimo.
Mejor sería gastar menos. Y amar más.
Que Dios nos bendiga a todos en esta Navidad.